domingo, 25 de enero de 2015
TARTA DE ZANAHORIA Y PIÑA CON COBERTURA DE CHOCOLATE BLANCO
Hoy he tenido una comida en las que hay que participar cocinando algún plato. Yo me pedí hacer el postre. Sabía que coincidía esta reunión con el cumpleaños de un amigo al que no podría ver, pero sí enviarle fotos de mi postre y de alguna manera compartirlo.
Esta vez ha tocado:
TARTA DE ZANAHORIA Y PIÑA CON COBERTURA DE CHOCOLATE BLANCO
Ingredientes para el bizcocho:
-3 huevos
-200 g de azúcar
-300 g de zanahoria rallada
-2 rodajas de piña en su jugo
-50 g de nueces
-75 gramos de arándanos desecados
-180 g de harina
-Un sobre de levadura
-Canela
-Jengibre en polvo
Ingredientes para la cobertura:
-120 g de chocolate blanco
-50 g de mantequilla
-50 g de azúcar en polvo
-200 g de queso crema
-Batimos el azúcar y los huevos.
Añadimos la zanahoria y la piña y mezclamos.
Luego incorporamos los arándanos (que habremos hidratado con agua caliente) y las nueces picadas o rotas, dependen de como nos gusten.
Por otra parte mezclamos la harina con media cucharadita de canela, media cucharadita de jengibre en polvo y el sobre de levadura. Luego la añadimos, poco a poco, a la anterior mezcla.
Cuando todo esté bien mezclado lo ponemos en un molde enharinado y lo introducimos en el horno a 180º durante 40 minutos.
Mientras se enfría el bizcocho preparamos la cobertura.
Derretimos al baño maría el chocolate junto con la mantequilla. Batimos el queso crema con el azúcar en polvo y le incorporamos el chocolate y la mantequilla derretidos.
Luego cubrimos el bizcocho.
Espero que os aproveche.
domingo, 11 de enero de 2015
LA FUENTE DE LAS TORTUGAS
LA FUENTE DE LAS TORTUGAS
Las leonas que
resguardan el paseo del Borne parecen darnos la bienvenida.
El
incorpóreo abrazo que nos acompaña desde que dejamos atrás la
calle Conquistador, La Lonja y el Consulado, nos abandona para
alzarse hasta el techado vegetal que cubre el paseo. Siempre me gustó
denominar a este lugar con el primer nombre que tuvo, “El Salón de
la Princesa”. Las hojas de los altos árboles se bambolean,
permitiendo la entrada a cientos de destellos de luz que rebotan en
el mosaico acristalado de los adoquines. El reflejo crea a nuestro
paso un cortejo de mariposas brillantes, que se desvanecen al chocar
con la piedra gris de La fuente de las tortugas, que,
soberana, invita a adentrarse en la ciudad de Palma en todas
sus direcciones.
Mientras
tomo asiento en uno de los bancos de piedra, Ignacio se separa de mí
encaminándose al antiguo kiosco de revistas y periódicos.
Tras observar cómo se aleja, cierro los ojos y me siento
mecida por los rayos del sol. La ciudad me regala el sosiego de esta
mañana de domingo. Un obsequio que acepto dejándome llevar por los
recuerdos.
También
era un domingo, de hace ya más de tres décadas, cuando desde este
mismo lugar la ciudad se me fue presentando entre las últimas luces
del día. Bajo los arcos de la avenida Jaime III, emprendí el camino
hacia la calle Concepción, con el andar seguro que otorga la
decisión de dejar atrás los sueños y fabricar la realidad.
Mi abuela
Pilar, confidente de todos mis anhelos, había sabido convencer a mis
padres de que, tras el desmorone
económico de la familia, el futuro que ellos habían imaginado
uniendo nuestro apellido al de otra de las pudientes familias de la
zona, no era más que un imposible. Así, tras aquella absoluta
excusa, no pusieron obstáculos a mi traslado a la ciudad cuando
acepté un puesto de trabajo como secretaria en la editorial Planas.
Mi abuela, que seguía codeándose entre las mejores familias, fue la
que movió todos los hilos para que el hijo de la señora Roser me
recomendara al señor Planas. También fue a través de otra de las
amigas de mi abuela, la señora Blanes, por la que encontré
alojamiento en una de las casas que el marido de esta poseía en la
ciudad.
Desviándome
de la avenida, me adentré en una de sus callejuelas. Subí unas
cortas escaleras que me llevaron a la fuente del Santo Sepulcro,
y desde allí, accedí a la calle Concepción buscando el portal
número diez. A la altura del convento que da nombre a la calle, me
paré ante un gran edificio de tres plantas. Ese era el lugar que
buscaba. Crucé el zaguán, entrando en un gran vestíbulo cubierto
por un artesonado de madera. Me quedé parada durante unos minutos,
hasta que mis ojos se acostumbraron al contraluz. Siguiendo el sonido
de una voz infantil, llegué hasta el
fondo de la estancia, accediendo a un
gran patio rodeado de grandes arcos y columnas dóricas. En el
centro, sobre una pequeña fuente clausurada, una niña de unos seis
años, morena, con el pelo recogido en dos pequeñas coletas, y
vestida solamente por unas braguitas blancas de algodón, hablaba
dirigiéndose a una anciana sentada en una silla de rafia, mientras
contemplaba embobada a la pequeña. La niña fue la primera en
advertir mi presencia.
—Hola,
soy Mariola -me dijo la niña-. La estábamos esperando. ¿Verdad,
señorita Davis? -añadió dirigiéndose a la anciana, que lentamente
y con gran esfuerzo se levantó de la silla y se dirigió hacia mí
sonriente.
—Sí,
la estábamos esperando. Nos advirtió Adela, la mujer que viene a
limpiar la habitación cuando llega un nuevo huésped -dijo la
anciana-. Me dejó la llave de la suya porque no sabía a qué hora
llegaría usted, y a su marido no le gusta que se le hagan las tantas
por la calle. Si me sigue le enseñaré la que ahora será su casa.
La
mujer, con paso lento, se dirigió hacia el vestíbulo que yo había
cruzado. La niña le adelantó correteando. Yo cogí el equipaje que
había dejado en el suelo y, al levantar la cabeza, en la escalera de
piedra que subía del patio a la planta superior, vi a una mujer
joven, morena, vestida sólo con una combinación, con los labios
pintados de un rojo intenso, fumando un cigarrillo mientras me
observaba con gesto aburrido.
—Señorita,
señorita.
La
pequeña me llamaba desde el fondo del vestíbulo. Seguí su voz y
llegué hasta la puerta de la que iba a ser mi habitación. La
señorita Davis y ella me esperaban ya en el interior. Dejé la
maleta sobre una butaca de piel marrón, y examiné la estancia y el
resto de muebles que la ocupaban. El conjunto estaba formado por una
cama, dos mesas de noche, una cómoda y un gran armario de doble
puerta. Todos ellos de madera de castaño con tallas y marquetería.
—Y
tiene cuarto de baño para usted sola sin necesidad de salir de la
habitación. La señorita Davis también lo tiene. Mamá y yo tenemos
que salir al corredor para ir al baño, aunque también es para
nosotras solas -dijo la niña-, apareciendo por la puerta que
vinculaba los dos espacios.
—Supongo
que estará muerta de hambre -me dijo la señorita Davis-. Si quiere,
por esta noche, puede comer algo de mi cena. Ya mañana se preocupará
de su comida. La dejamos aquí para que se refresque y en un rato la
esperamos en la cocina. -Yo asentí. La
niña y ella se dirigieron a la puerta.
—Señorita Davis -conseguí decir antes de que desapareciera-. Me
llamo Marina. Marina Alomar. La mujer volvió a sonreírme y se
marchó tras la niña.
Me quedé
en el centro de la habitación y me vi reflejada en el espejo de la
cómoda. Entendí lo que había querido decir la señorita Davis con
lo de que me refrescara. Mi melena, oscura y rizada, necesitaba un
buen cepillado y, la piel de mi rostro, reflejaba la humedad del
calor en el mes de agosto. Entré en el baño y abrí el grifo del
lavabo. Al cabo de unos minutos salí de él, terminando de recogerme
el pelo en un sencillo moño. Cuando iba a salir de la habitación
volví a revisarla y, por un segundo, me sentí sola. Pero fue sólo
eso, un segundo. Después me sentí feliz. Por fin había dejado
atrás el pueblo y con él, el sueño de otros. El mío, en cambio,
iba a vivirlo.
Volví al
patio, y de una puerta situada bajo uno de sus arcos, escuché la voz
de Mariola esta vez refunfuñando. Al cruzar la puerta vi que daba a
una gran y acogedora cocina, Una mesa larga, como para quince
comensales, estaba cubierta por un mantel de cuadros rojos y blancos.
Mariola, sentada en una de las cabeceras, había sumado a su escaso
atuendo un babero que parecía hecho de un retal del mantel. Con
pocas ganas, sostenía en su mano izquierda un tenedor con el que
picoteaba la coliflor hervida que había en su plato. La verdura
parecía ser el objeto de su refunfuñar. La mujer que había visto
antes en la escalera, estaba sentada al lado de la niña mientras
leía una revista. Alzó la mirada cuando entré en la cocina, pero
tras unos segundos volvió a centrarse en la revista. La señorita
Davis puso sobre la mesa una fuente de trempó y un buen trozo de pan
moreno.
—Esto es para
nosotras -dijo la mujer mientras me ofrecía asiento.
—¿Y por qué para mí
hay coliflor? -dijo Mariola, desordenando todavía más el contenido
de su plato.
Poco a
poco me fui adaptando a aquella casa. El patio y la cocina eran los
lugares comunes. El resto, exceptuando nuestras habitaciones, estaba
cerrado a cal y canto. A las horas de las comidas coincidíamos todas
en la cocina. Allí conversábamos, excepto Gloria, la mujer de la
escalera que resultó ser la madre de Mariola. La señorita Davis me
aconsejaba qué lugares visitar de la ciudad, que era a lo que
dedicaba el tiempo, hasta que tuviera que incorporarme a mi trabajo
en la editorial a principios del mes de septiembre. El resto del día
lo pasaba en mi habitación y por la noche coincidíamos la anciana,
la niña y yo en el patio. Allí escuchábamos algunas de las novelas
que ponían en la radio, o yo jugaba con la niña mientras la mujer
daba alguna cabezadita. Gloria nunca se unió a nosotras. Algunas
veces nos observaba desde la escalera y otras veces salía a la
calle, uniformada con sus vestidos ajustados y sus tacones altos.
Cuando esto sucedía, la señorita Davis negaba con la cabeza a la
vez que susurraba:<<Esta muchacha, esta muchacha>>. Esas
noches Mariola dormía con la señorita Davis en su habitación.
Llegó
septiembre y, con el mes, mi incorporación a la editorial Planas.
Era una editorial pequeña, familiar, ubicada en la calle Misión. Mi
trabajo consistía en llevar la agenda del señor Planas y recibir
las obras, que con cierto pudor, jóvenes y desconocidos escritores
nos presentaban para su posible publicación. El señor Martorell,
era el lector de las obras, y en parte censor, propio de la época.
El resultado de las lecturas, tras ser consultado al señor Planas,
me era dictado para ser enviado por correo al desconsolado o
agraciado autor. Me alegré de que la contestación fuera comunicada
por correo, o me habría costado horrores tener que ser yo la que
terminara con la ilusión de estos, dándoles una negativa de
palabra. El hijo del señor Planas era el encargado de recibir a los
autores conocidos. Aquellos que escribían por encargo de la
editorial o porque, simplemente su nombre significaba venta.
La
editorial trabajaba siempre con la misma imprenta, la imprenta
Fanals, que tenía el local en la calle San Miguel. En ella
trabajaban cuatro empleados y el encargado. Este era, Ignacio
Cordelli. Tenía un par de años más que yo, unos veinticinco. Era
alto, de tez clara y pelo castaño. Llevaba un fino bigote y perilla,
siempre muy arreglados. Nos veíamos con frecuencia en la editorial
o en la imprenta y su trato era afable. Supe que era hijo único y
que vivía con sus padres en la calle San Jaime. Su padre era
curtidor y su madre cocinera. Yo le conté que era hija única y que
hacía poco que me había instalado en Palma. Le sorprendió que no
viviera con mi familia, pero entendió que quisiera vivir mi vida en
la ciudad.
Una tarde
del mes de diciembre, al terminar el trabajo, bajaba por la calle
Olmos hacia la Rambla, con intención de dar un paseo y respirar el
ambiente navideño. A la altura de la en aquel entonces recién
inaugurada, librería Fiol, me encontré con Ignacio. Este salía del
comercio con un paquetito entre sus manos. Me llamó la atención el
súbito enrojecimiento que apareció en sus mejillas al verme.
—Buenas
tardes, señor Cordelli.
—Buenas
tardes, señorita Alomar -contestó él, mientras intentaba guardar
con poco atino, el paquetito en el bolsillo interior de su abrigo-.
¿Ya va para casa?
—No,
quería dar una vuelta antes de dirigirme allí. Es mi primera
navidad en la ciudad, y quería dar un paseo hasta el Borne para ver
la iluminación —. Ignacio Cordelli,
miró hacia el final de la calle mientras asentía pensativo.
—¿Le
importaría que le acompañara? -dijo, sin poder disimular otro
curioso rubor-. Asentí y seguimos bajando la calle.
En aquel
paseo, acompañados por el olor de castañas asadas y el sonido de
algunos villancicos desafinados, conversamos largamente, y me
sorprendí al escucharme decir que mi sueño era escribir. Jamás se
lo había confesado a nadie, salvo a mi abuela. Contárselo
prácticamente a un desconocido no dejaba de ser curioso. Él recibió
mi noticia con un ligero asentimiento de su cabeza.
—Me
gustaría leer algo suyo, si no le es molestia.
—Claro
-le dije, no sin sentir de repente un exceso de dudas e inquietud
hacia sus posibles comentarios-. Pero no espere demasiado -añadí
sin poder evitar una pequeña sonrisa vergonzosa.
Al
despedirnos en el portal de casa, Ignacio propuso que nos tuteáramos,
algo a lo que lógicamente accedí.
—Bien,
entonces ha sido un placer, Marina. Espero que volvamos a repetirlo.
—Para
mí también, Ignacio ―Y tras darle
las buenas noches, crucé el portón sintiendo un vuelco en el
corazón.
El día
de navidad y el de San Esteban, los pasé en casa de mis padres. No
fueron celebraciones como las sucedidas desde que tenía recuerdo. Mi
padre, desde que los problemas económicos le obligaron al cierre de
la fábrica, no levantaba cabeza, y en aquellos pocos meses
transcurridos desde mi venida a Palma, había envejecido a pasos
agigantados. Mi madre, sin querer darse cuenta de ello, no hacía más
que hablar de los tiempos pasados como si siguieran existiendo. Mi
abuela era la que manejaba la situación real. Me contó cómo había
convencido a la señora Blanes, para que empujara a su marido a
ofrecer a mi padre una buena oferta por los terrenos de Sa Font,
lugar donde había estado ubicada la fábrica. Esta transacción
permitiría a mi padre mantener un status económico suficiente para
vivir, más o menos como habíamos vivido siempre, aunque habría que
controlar los excesos estrambóticos con los que, de vez en cuando,
nos sorprendía mi madre.
Mi abuela
quiso saber todo sobre mi vida en Palma y, se alegró gratamente,
cuando le hablé de la existencia de Ignacio. No me pasó
desapercibida la sonrisa maliciosa que apareció en su rostro. Cuando
le conté lo que había hablado con Ignacio, fue a su habitación, y
al cabo de unos minutos apareció con una carpeta de color azul, en
la que guardaba un montón de cuartillas. Eran todos los relatos que
yo había escrito y que le había regalado para sus cumpleaños y
santos, como era su deseo desde que conoció mi intención de
escribir.
—Dale
todos estos relatos a ese muchacho -me dijo, poniendo entre mis manos
aquella carpeta, y dejando sus dedos entrelazados con los míos
continuó: —No tengas miedo a recibir comentarios o críticas. Lo
único que puede suceder es que llegues a la conclusión de que
todavía pueden ser mejores, y eso no es malo. Tú puedes lograrlo,
Marina –me dijo-. Depositó un beso en mi mejilla y nos fundimos en
un abrazo.
—Y
después de a ese muchacho, se los entregas al tal Planas -y las dos
soltamos una sonora carcajada.
A mi
vuelta a Palma todavía me quedaban unos días libres, ya que la
editorial permanecería cerrada hasta después del día de Reyes.
Gloria llevaba desaparecida dos días. Era algo que entraba dentro de
lo normal, según me comentó la señorita Davis, cuando atracaba
algún barco en el puerto, y la ciudad se veía inundada por la
presencia de uniformados soldados americanos.
—Hace
unos días la vi hablando con La Fineta -dijo negando con la cabeza,
como hacía siempre cuando hablaba de Gloria y sus costumbres.
La Fineta
vivía en una casa de dos plantas que lindaba con el convento. La
casa de La Fineta, era una muy visitada casa de tolerancia,
clandestina, que todo el mundo conocía. Desde la azotea de nuestro
edificio, una planta más alto que el de La Fineta, se veía la de
este y el claustro del convento. Algunas veces, al subir a tender las
sábanas, me había quedado allí asomada observando una escena
peculiar. El claustro, silencioso, era transitado de vez en cuando
por alguna de las hermanas de la congregación y, en contraste, en la
azotea del edificio colindante, las chicas fijas que vivían en la
casa de La Fineta, tomaban desnudas el sol. Entendí por qué, la
señorita Davis, tenía prohibido subir a la azotea a Mariola.
Alguna vez pude ver entre aquellas mujeres a Gloria.
A última
hora del día de Reyes, la señorita Davis y yo conversábamos en la
cocina al calor de la enorme chimenea. Mariola correteaba por la
casa, enseñándosela a la muñeca que la anciana y yo le habíamos
puesto para reyes. Nuestra conversación se vio interrumpida por la
voz de la pequeña.
—Marina,
ha venido un señor que quiere verte.
Detrás
de la niña apareció Ignacio. Traía en sus manos el paquetito que
guardó en el bolsillo de su abrigo, el día de nuestro encuentro.
—Buenas
tardes, Marina. Buenas tardes, señora -dijo dirigiéndose a la
señorita Davis con una ligera inclinación de cabeza.
—Buenas
tardes, Ignacio. No le esperaba -contesté mientras intentaba
arreglar los despeinados rizos de mi melena-. Este es Ignacio
Cordelli, señorita Davis, el encargado de la imprenta que trabaja
para la editorial.
—Encantada,
señor Cordelli -dijo la señorita Davis-. Pero quítese el abrigo y
siéntese, no se quede ahí.
—Gracias
-dijo Ignacio tomando asiento junto al mío, en el cual yo me había
quedado sentada sin saber bien cómo actuar.
La
señorita Davis se levantó y sacó un platito con turrón y
mantecados de la alacena.
—Pruebe los mantecados, los ha hecho Marina. Yo voy a ver en qué
anda haciendo Mariola -dijo la mujer-. Yo la miré petrificada, ya
que los mantecados los habíamos comprado el día anterior en uno de
los puestos del mercado de la Plaza Mayor.
—Marina,
ofrécele una copita de moscatel al señor Cordelli -añadió,
guiñándome un ojo y desapareciendo llamando a Mariola.
—No le
hagas caso. Los compramos ayer en el mercado -dije mientras le
llenaba a Ignacio una copita con el vino dulce.
—Espero
no haberte molestado con mi visita -dijo Ignacio-. Llevaba ya unos
días queriendo venir para que conversáramos un rato, pero pensé
que habrías salido de la ciudad para visitar a tu familia
-yo asentí-. Pero hoy, sabiendo que mañana ya vuelves al
trabajo, he creído que te encontraría y he querido venir para
ofrecerte mi regalo de reyes -añadió, ofreciéndome el paquetito.
—Yo…yo
no sé que decirte, Ignacio -balbucí enrojeciéndome.
—Nada,
no tienes que decir nada. Ábrelo. Acababa de comprártelo el día
que nos encontramos, sin saber cuándo ni qué excusa utilizar para
regalártelo.
Deshice
el lazo que adornaba el paquetito y vi que era una novela. “Nada”
de Carmen Laforet, premio Nadal hacía unos diez años.
—Espero
que te guste. Su protagonista, en algunos matices, me recuerda un
poco a ti.
Le
agradecí el gesto y estuve a punto de decirle que yo no tenía nada
para él, pero entonces me decidí y le dije que me esperara un
momento. Salí de la cocina y fui a mi habitación a por la carpeta.
Antes de entrar de nuevo en la cocina, me paré unos segundos y
respiré hondo.
—Yo
tengo esto para ti -le dije ofreciéndole la carpeta.
La abrió
lentamente observándome. Cuando vio su contenido, hojeó las
cuartillas.
—Cuando
me dijiste que escribías, pensé que serían cosas más sencillas,
más cortas. Me alegro de haberme equivocado.
—Bueno,
en realidad son sencillas.
—Eso te
lo diré después de haberlas leído.
Estuvimos conversando un rato, hasta que oímos el reloj del
vestíbulo dar las nueve. Le acompañé hasta el portón y allí
alargamos la conversación durante unos minutos, hasta que nos
despedimos.
Al volver
a la cocina, la señorita Davis ya estaba otra vez allí empezando a
preparar la cena. Cogí el libro de encima de la mesa para llevarlo a
mi habitación, y al salir de la cocina oí decir a la anciana:
—Señora
Cordelli. Suena bien.
Desde ese
día, mis encuentros con Ignacio se convirtieron en diarios. Al salir
del trabajo me esperaba en la puerta y dábamos una vuelta
comentándonos el día. Cuando Gloria no estaba en casa él se
quedaba a cenar. Esas noches, para Mariola resultaban ser como una
fiesta, y la señorita Davis, muy coqueta ella, se ponía la falda
que hasta aquel momento había sido de uso exclusivo para los
domingos. Los sábados por la noche íbamos a bailar a la Asistencia
Palmesana. Los domingos por la tarde, algunas veces acompañados por
Mariola, tomábamos un helado en las avenidas, mientras nos
sentábamos en un banco a escuchar la música que se oía a través
del altavoz que había en el bar Triquet. Fue una de aquellas tardes
cuando Ignacio quiso hacerme otro regalo. Del bolsillo interior de su
abrigo sacó un paquetito parecido al que me había ofrecido el día
de Reyes. Al abrirlo, emití un pequeño grito al ver el título del
libro que tenía en mis manos. Era el título de uno de mis relatos:
<< ¿Te he dicho hoy que te quiero?>>, y debajo, en
letras negras, mi nombre.
―Pero…y
esto -conseguí decir al final.
―Este
es el resultado de mi lectura -dijo Ignacio, riendo al verme tan
desconcertada-. Tienes que seguir escribiendo, Marina. Tus relatos
son buenos. Consigues que al lector se le hagan cortos y quiera saber
cómo siguen las vidas de los personajes. En algunos momentos me he
sentido tan cercano a ellos, y comprendido tan bien las situaciones
que narras, que me ha costado volver a la realidad al llegar al
final. Quería decirte que tenías que seguir escribiendo, y para que
te lo creyeras, preparé la maquetación de tus relatos y hablé con
el señor Fanals, para que me dejara hacer la impresión y la
encuadernación. Sólo existen dos ejemplares. Este y el que he
impreso para mi.
―No sé
que decir.
―No
tienes que decir nada. Sólo tienes que escribir, Marina.
Reprimí
el deseo de abrazarle, pero Ignacio me acarició el rostro y,
entonces nos besamos.
Nuestro
noviazgo duró dos años. Cuando decidimos casarnos, fuimos con sus
padres a comer un domingo a casa de los míos. Allí hicimos la
pedida. Ignacio me regaló un anillo de oro blanco, adornado por
cuatro circonitas engarzadas. A él, yo le regalé un reloj de acero,
de la marca Festina. Mis padres resultaron unos anfitriones
magníficos, aunque para su pesar, me casara con el hijo de una
cocinera. Mi abuela quedó encantada de Ignacio y nos dio su
bendición. Aquella fue la última vez que la vi. Murió al cabo de
dos meses, un domingo de Pascua.
Contrajimos
matrimonio en la iglesia de San Jaime, la víspera de San Juan del
año 1955. Asistieron mis padres, los de Ignacio, algunos familiares
de este, la señorita Davis con Mariola, el señor Planas y familia,
y el señor Fanals. Al finalizar la ceremonia nos dirigimos todos,
excepto mis padres que pusieron la excusa de que se les haría tarde
para el regreso, a C’an Joan de S’aigo, a tomar un chocolate con
ensaimadas. Creo que aquel día fue el más feliz de mi vida. Y el de
Ignacio también. Pasados los años, siempre bromeaba con que me
había esperado junto al altar con una sonrisa que todavía no se le
había borrado.
Los
padres de Ignacio, tenían una casita en la calle del Carmen. Poco a
poco la habíamos arreglado y ese iba a ser nuestro hogar. Me iba a
costar dejar mi habitación en la calle Concepción, ya que la
señorita Davis y Mariola, se habían convertido en aquellos últimos
años en mi familia. La última noche que pasé en aquella casa, tras
volver del convento de Santa Clara, al que había ido como marcaba la
costumbre a hacer la ofrenda de huevos para que el día de la boda
no lloviese, cenamos las tres juntas en el patio y organizamos una
pequeña fiesta de despedida. Gloria llegó cerca de la medianoche y
ordenó a Mariola que subiera ya a la habitación. La señorita
Davis, había tomado dos copitas de cava y me pidió que por favor la
acompañara hasta el interior de su habitación. Aquella era la
primera vez que entraba en ella. La ayudé a desnudarse y ponerse el
camisón, y esperé a que se metiera en la cama. Nunca me había
cuestionado el apellido de la mujer. Nunca le pregunté, pero aquel
día vi que aquella habitación era un museo dedicado a la actriz
Bette Davis. La habitación estaba plagada de marcos con fotos. Esos
marcos, en los que exponemos nuestra historia y la de nuestros seres
queridos. Ella, en cambio, los había rellenado con fotografías de
la actriz que había recortado de las revistas. Apagué la luz y
cerré la puerta.
Nuestra
luna de miel la pasamos en Barcelona. Ignacio nunca había salido de
la isla. Yo, siendo muy jovencita, había ido a la ciudad Condal,
pero tan sólo me quedaba de ella un vago recuerdo. Nos hospedamos en
una pensión de la calle Muntaner, muy cerca de la Plaza Cataluña,
detalle que nos recordó a la protagonista del libro que me había
regalado aquel día de reyes. A Ignacio le fascinó aquella
bulliciosa ciudad, abierta a nuevas proposiciones laborales y con un
gran mercado que explorar. Hablaba tan entusiasmado que tuve miedo de
que quisiera instalarse en ella. Me tranquilizó diciendo que él
nunca dejaría la roqueta, pero que se había dado cuenta de
que el mundo era grande, y eso había que aprovecharlo.
Al volver
a Palma nos instalamos en la casa de la calle del Carmen. Yo había
dejado de trabajar dos meses antes de la boda. Había sido una
decisión tomada entre los dos. Al principio yo había sido reticente
a ello, pero Ignacio alimentó mis ganas de escribir. El horario de
la editorial me quitaría mucho tiempo para dedicarme realmente a
ello y, económicamente, aunque un poco justos, nos lo podíamos
permitir. Comuniqué mi próxima baja en la empresa, pero no les
saqué del error cuando llegaron a la conclusión de que era lógico,
que una mujer casada no trabajara fuera de casa.
Ignacio
se empecinó en comprar una máquina de escribir. Tras numerosas
discusiones, en las que yo confesaba mi intención de seguir
escribiendo a mano, tal y como me gustaba, la máquina se terminó
comprando. Una Underwood, con carrito de ruedas incluido. Al
principio intenté introducirla en el mundo creado entre mi
imaginación y el papel. El ruido estrepitoso que realizaban sus
teclas, delataba mi dedicación diurna y, con frecuencia también
nocturna, hasta a los vecinos de la planta inferior. Al final, la
máquina encontró su lugar como elemento decorativo en una esquina
del estudio, y el carrito de ruedas, pasado un tiempo, lo pinté de
color rojo inglés y sirvió como superficie para aposentar un
glorioso helecho, sucedido por otros de su especie a través de los
años. Utilizar sólo papel y lápiz, me daba libertad para trasladar
mi estudio allí donde fuera. Era fácil encontrarme, con mis útiles
entre las manos, en un banco de Las Ramblas, en una de las mesas del
café Lírico, o unos años más tarde en el estanque de los cisnes,
en El Huerto del Rey. De aquellos años, guardo una fructífera
cosecha de relatos cortos, de los que Ignacio se convirtió, en aquel
momento, en su único lector y el mejor de los críticos. Es decir,
fue mi amigo.
Una
tarde, al salir del trabajo, Ignacio vino a buscarme al café Lírico,
donde habíamos quedado. Le noté nervioso y excitado. El señor
Fanals, entrado ya en años, había comunicado a los trabajadores que
le había llegado el momento de jubilarse. Eso motivaría el cierre
de la imprenta, Yo miré a Ignacio extrañada y asustada. No entendía
su excitación.
―¿No
lo entiendes, Marina? -dijo mirándome fijamente-. Este es nuestro
momento. Ahora que el señor Fanals cierra la imprenta, no hay
motivo para que no decidamos crear la nuestra propia. Son pocas las
imprentas que hay en Palma y el señor Fanals está de acuerdo en
facilitarme su bolsa de clientes.
Entonces
lo entendí todo. Volvimos a casa pensando en cómo lo íbamos a
hacer y nos fuimos contagiando mutuamente con la excitación del
otro. Transcurridas unas semanas, habíamos encontrado en la calle
Conquistador, el local perfecto para instalar nuestro negocio,
Redactamos un documento, el cual firmaron el señor Fanals e Ignacio,
y lo enviamos a los clientes para informarles del próximo cierre de
la imprenta Fanals y de la inminente apertura de la imprenta
Cordelli.
El hijo
del señor Planas, hacía ya un par de años que había abandonado la
isla y se había instalado en Barcelona, asociándose a una de las
más importantes editoriales de la ciudad. Ignacio se puso en
contacto con él y le informó del advenimiento. El joven Planas se
mostró complacido por la noticia y aseguró su presencia el día de
la inauguración. Quería conocer las nuevas instalaciones y, si
Ignacio estaba de acuerdo, podían hablar de negocios. El día
dieciséis de mayo de 1956, quedó inaugurada la imprenta y se cerró
el primer contrato con el cliente catalán, al que con el tiempo se
sumaron muchos otros.
Yo seguí
trabajando en mis textos, pero cada día me pasaba por la imprenta
para examinar la contabilidad, departamento del negocio que Ignacio
prefería dejar en mis manos. Una tarde, regresando a casa, decidí
comprar unos dulces y pasar a hacer una visita a la señorita Davis y
a Mariola. Al llegar, saludé desde el vestíbulo pero nadie salió a
recibirme. El patio estaba vacío. Entré en la cocina y tampoco
encontré a nadie. Volví a salir al patio y me dirigí a la
habitación de la señorita Davis. Toqué a la puerta y nadie
contestó, pero escuché tras la puerta un sonido que parecía un
arrullo. Abrí la puerta y hallé a la señorita Davis. La vi más
pequeña que nunca, sentada en su mecedora. Ella no fue consciente de
mi llegada. Al principio creí que canturreaba pero al acercarme me
di cuenta de que lloraba.
―¿Qué
es lo que le sucede, señorita Davis? –pregunté mientras me
acuclillaba ante la mujer.
―¡Ay,
Marina, has venido! -dijo la mujer, poniendo sus manos en mi rostro e
intentando enfocar su mirada, gesto que le resultaba difícil por
culpa de las lágrimas.
―¿Pero
qué le sucede, mujer?
―¡Se
la han llevado, se la han llevado!
―¿A
quién, a quién se han llevado?
―A la
pequeña. ¡Se han llevado a Mariola! Vinieron los guardias y se la
llevaron, Marina.
―¿Pero
por qué se la han llevado?
―Porque
dicen que yo no me la puedo quedar -dijo la mujer y prosiguió tras
controlar el lloro-. Hace unos días detuvieron a Gloria en una
redada de una de esas casas de la calle Socorro. Cuando los guardias
se enteraron de la existencia de Mariola, vinieron a buscarla para
llevarla a la Misericordia. Yo intenté que la dejaran aquí conmigo,
pero no pude convencerles, Marina -la mujer me cogió de las manos-.
Tienes que hacer algo. Tienes que convencerles de que la niña puede
estar aquí conmigo. ¡Tiene que estar conmigo! -terminó gritando la
mujer perdiendo los nervios.
Salí de
aquella casa con la determinación de ir en busca de Mariola y volver
con ella a toda costa. Llegué al edificio de La Misericordia
y entré en el gran patio. Unas niñas, vestidas con unos
baberos azules con rayas del mismo color en otras tonalidades,
salieron corriendo en diagonal de una de las esquinas, en dirección
a lo que supuse que era el comedor, por el ruido de platos y vasos
que venían de aquella zona. Allí me dirigí y, al entrar, hice caso
omiso del bullicio del comedor y empecé a gritar, hasta que todo se
fue quedando en silencio y sólo se oyó mi voz.
―¡Mariola,
Mariola! -grité desesperada, buscando a la pequeña con la mirada.
Una de
las hermanas se acercó a mí y me exigió que dejara de montar el
escándalo. Sin hacerle caso seguí gritando:
<< ¡Mariola, Mariola!>>
Al final
vi a la pequeña sentada en la esquina de una de las grandes mesas.
Fui hasta ella y le ofrecí la mano. Ella me la agarró fuertemente y
salimos de aquel comedor, de aquel edificio. Volví a la casa de la
calle Concepción con la niña. Al entrar, fuimos directamente a la
habitación de la señorita Davis. La niña corrió hacia la anciana,
y ésta la acogió con un abrazo maternal.
Volví a
la calle en dirección a la avenida Jaime III. Atravesé la calle y
las vías del tranvía, enfilando el Paseo del Borne en aquel momento
numerosamente transitado. Llegué a la calle Conquistador y entré en
la imprenta casi sin aire. Ahí me di cuenta de que había ido
corriendo. Ignacio se quedó paralizado al verme entrar en aquel
estado. Me obligó a sentarme y pidió que me trajeran un vaso de
agua. Después de beber un sorbo pude hablar.
―Ignacio,
tenemos un problema.
Nos costó
varias semanas y deber varios favores el poder arreglar la situación
de Mariola. Gloria iba a pasar una buena temporada en la cárcel, por
haberse visto involucrada en un delito de sangre, sucedido en una
pensión de la calle Socorro. Al final, todo quedó arreglado para
que la niña pudiera vivir con Ignacio y conmigo. La señorita Davis,
a propuesta de Ignacio, también se instaló con nosotros.
―¿Quiere
llevarse algo, señorita Davis? -le pregunté, cuando íbamos a salir
de su habitación el día que fui a recogerla.
―Lo
llevo todo -contestó.
Al llegar
a casa le ayudé a deshacer su equipaje. Lo primero que apareció al
abrir la maleta, fue una de las fotos enmarcadas de su museo
particular. La cogió como si de un tesoro se tratara y buscó el
lugar dónde colocarla. Tras un minucioso estudio, un primer plano de
Bette Davis en la película “La Loba”, quedó perfecto en
el lateral derecho del tocador.
Aquella
primera noche que pasamos todos juntos en casa, cuando todo el mundo
se encontraba ya en la cama, encendí la lamparilla de la mesa del
despacho, abrí la pluma y, empecé a escribir en el papel lo que iba
a ser mi primera historia larga. Mi novela.
Sin
darnos cuenta habíamos formado una familia. Un poco inusual, pero
una familia. En aquel momento Mariola tenía once años. El curso
escolar había empezado ya hacía un mes, pero conseguimos que la
niña entrara en el colegio de las Teresianas, gracias a que la madre
de Ignacio había trabajado allí, tiempo antes, como cocinera. Las
monjas al principio se volvieron locas con ella. Tanto Gloria como la
señorita Davis, habían actuado con dejadez en lo referente a la
educación de la niña. Poco a poco, entre todos, la fuimos
acostumbrando a sus obligaciones.
Ignacio la acompañaba por las mañanas hasta el colegio antes de
irse al trabajo,
momento en el que ella con sus zalamerías, conseguía todo tipo de
promesas para el fin
de
semana. Mientras tanto, entre la señorita Davis y yo recogíamos la
casa. Al terminar, la anciana se sentaba a tejer. Yo me metía en el
despacho hasta que escuchaba a Ignacio regresar a casa. Su saludo y,
el olor que llegaba desde la cocina —lugar del que se había
apropiado la señorita Davis—, me hacían regresar del lugar de la
historia en el que me encontraba.
Por la tardes, acudía a la imprenta junto a Ignacio, para seguir
llevando la
contabilidad, y cuando terminaba iba a recoger a Mariola al colegio.
La niña, siempre
aparecía corriendo por el patio cogida de la mano de su amiga Lucía.
La casualidad
había hecho que su compañera inseparable en el colegio, fuera nieta
del señor Blanes, el
propietario de la casa de la calle Concepción en la que habíamos
vivido. En el camino
de regreso a casa, la niña me contaba todo lo acontecido en el día,
y me informaba de
todos los planes que había hecho Ignacio para nosotras durante el
fin de semana,
obviando el detalle de que todos eran a petición suya. Al llegar a
casa, encontrábamos a
la señorita Davis en su sillón con la labor. La tenía que olvidar
durante unos minutos
sobre la mesita, para recibir todas las carantoñas de Mariola,
mientras yo le preparaba
la merienda. Luego, la pequeña se ponía con los deberes y la mujer
y yo
conversábamos, o yo volvía a mi despacho mientras la señorita
Davis se quedaba,
disimuladamente, controlando a Mariola. Cuando Ignacio llegaba a casa
finalizaba la
tranquilidad. Él pinchaba a Mariola con cualquier tontería y hasta
después de la cena no
paraban. A todos se nos veía encantados de nuestra rutina.
―Hoy ha
venido Gloria a la imprenta -me dijo una noche Ignacio, estando ya
los dos solos en nuestra habitación.
―¿Y
qué quería? -conseguí preguntarle transcurridos unos segundos, con
un ligero temblor en mi voz, que delataba al miedo.
―Dinero.
―¿Y se
lo has dado?
―Sí.
Ha dicho que no nos volverá a molestar.
No
supimos nunca más de Gloria. No volvimos a hablar del tema y,
Mariola, nunca preguntó.
En la
primavera siguiente, subimos un día en tranvía hasta Génova.
Mariola iba encantada observando el paisaje.
―Mañana
he de contarle esto a Lucía. Es tan bonito, papá -dijo la niña,
levantándose del lugar que ocupaba para sentarse en el regazo de
Ignacio.
Él me
miró desconcertado, al oír cómo le había llamado Mariola. Un
brillo húmedo, de súbito, inundó sus ojos. Posó su brazo sobre
mis hombros atrayéndome hacia él, y sus labios obsequiaron con un
largo beso la mejilla de la niña.
Tardé un
año en escribir mi novela. Ignacio leyó el último capítulo
sentado tras la mesa del despacho. Yo, mientras, esperaba sentada al
otro lado de la mesa. Al cabo de un rato me levanté y cambié de
sitio un jarrón que llevaba en el mismo lugar desde que nos casamos.
Luego, me puse ante la estantería a observar los lomos de los
libros. Cogí un libro y lo devolví a su lugar. Volví a coger otro.
―¿Podrías
estarte quieta? -dijo Ignacio. Di un respingo al oír su voz y opté
por colocarme tras los cristales del ventanal y me quedé observando
la plaza y la Rambla, en aquella hora desiertas.
Al cabo
de unos minutos, oí a Ignacio emitir un largo suspiro. Me giré para
mirarle y le vi sentado en el sillón, echado hacia atrás, con los
brazos cruzados tras su nuca. El texto, ya cerrado, lo sujetaba en
una de sus manos.
―Ahora
no tienes excusa, Marina.
El texto
le había convencido y no dudé, ni por un instante, de su
objetividad. Pero, puede que no fuera el momento, o sencillamente fui
una cobarde. Lo guardé en el primer cajón de la mesa, y allí
permaneció durante unos años.
A
principios de los años sesenta, la ciudad había cambiado
enormemente, y con ella también lo había hecho Mariola. Se había
convertido en una preciosa adolescente .Me
gustaba verla volver del colegio desde el ventanal del balcón.
Siempre aparecía sonriente por el paseo, mirando hacia las copas de
los árboles, con los libros sujetos entre sus brazos. Parecía ajena
al mundo. Cuando subía a casa nos contaba las novedades del colegio,
sus pequeños planes con Lucía para el fin de semana, o nos
describía al detalle a aquel grupo de turistas, todavía novedosos,
con los que se había cruzado. Le hacía mucha gracia verlos con la
cámara de fotos colgada al cuello, y preguntando al párroco de San
Jaume por die Kathedrale.
Un
domingo, Ignacio, al volver de comprar el periódico nos comunicó
que aquella tarde íbamos a ir al cine.
―¿Sabe
qué película vamos a ir a ver, señorita Davis? -preguntó Ignacio.
―No sé,
hijo, pero mi entrada te la podrías haber ahorrado. Yo ya no estoy
para estos trotes -dijo la anciana.
―Vamos
a ver “¿Qué fue de Baby Jane?”. La última película de
su adorada Bette Davis -dijo Ignacio, y todos reímos al ver el
emocionado aplauso con el que recibió la noticia la anciana.
Tras la
comida, todos nos retiramos a descansar un rato, excepto la señorita
Davis, que se quedó con su interminable labor. Cuando Mariola y yo
nos encontrábamos ante el armario de mi habitación, eligiendo qué
pañuelo ponerme, Ignacio entró en la habitación. No reparamos en
él al principio, pero al sentarse en la cama y quedarse en silencio
vi su rostro desencajado.
―¿Qué
te pasa, Ignacio?
―Creía
que la señorita Davis se había quedado dormida -dijo, primero
mirándome a mí y luego a Mariola-. He intentado despertarla pero no
he podido.
Salí de
la habitación corriendo hacia el salón. Ignacio detuvo a Mariola
que me seguía y ella protestó hasta estallar en lloro entre sus
brazos.
El
entierro y el funeral de la mujer, fueron discretos y emotivos, como
lo fue ella. Ignacio fue el que se encargó de todo. Arreglando sus
papeles nos enteramos de que el verdadero nombre de la señorita
Davis, era Martina Esteva. Había nacido en Valencia y siendo muy
jovencita, llegó a Palma y entró a servir en casa de la familia
Blanes. Se quedó a su servicio hasta que su señora murió y,
posteriormente, el actual señor Blanes le cedió la habitación en
la que vivía cuando la conocí y le concedió una pequeña pensión.
Para nosotros, siempre siguió siendo la señorita Davis.
Al año
siguiente, Mariola terminó el bachillerato. Se barajó la
posibilidad de que fuera a Barcelona a estudiar una carrera, pero la
indecisión que tenía sobre su futuro y el miedo que teníamos a
separarnos de ella, nos hizo esperar un poco. Durante un tiempo ocupó
mi sitio en la imprenta, encargándose de la contabilidad.
Una
mañana tras quedarme sola en casa, entré en el despacho. Al
sentarme, vi en el escritorio aquel libro que me regaló Ignacio con
mis relatos impresos. Sobre el libro, la página de un periódico,
que contenía un anuncio rodeado por un círculo. En él se
comunicaba la celebración de un concurso literario de novela. El
plazo de presentación finalizaba ese día y el fallo del concurso se
daría al cabo de cuatro meses, a finales del mes de abril. Lo pensé
durante unos minutos, y al final abrí decidida el cajón del
escritorio. Había tomado una decisión.
Aquel
mediodía estaba en la cocina terminando de preparar la comida,
cuando llegaron Ignacio y Mariola. Tras darme un beso, Ignacio se
quedó apoyado en el quicio de la puerta.
―¿ Y?
-peguntó Ignacio.
―La he
presentado –le contesté.
Cuando
le miré, vi que Mariola estaba a su lado y que Ignacio soltaba una
carcajada, extendiendo su mano hacia ella con la palma levantada.
Mariola, abrió su bolso con un mohín en la cara, y sacó una
moneda de veinticinco pesetas que puso en la mano de Ignacio. Habían
apostado. Como siempre la idea había partido de Mariola, pero había
conseguido que Ignacio me la expusiera como si fuera suya propia. Por
el resultado, se notaba que ella tenía sus dudas hacia mí, pero
Ignacio confiaba plenamente en que tomaría la decisión correcta.
Todo habría sido muy distinto sin su apoyo.
Aquella
navidad, Lucía volvió a Palma para pasar aquellas fiestas con su
familia. Ella y Mariola se vieron mucho aquellos días. La estudiante
la animó a marcharse a la península a seguir sus estudios. A
finales de enero, Mariola pasó un fin de semana con los padres de
Ignacio, en la casa que habían comprado fuera de la ciudad tras la
jubilación de mi suegro. A su vuelta ya había decidido que en otoño
se instalaría en Barcelona, en la misma residencia en la que vivía
Lucía y empezaría la carrera de Filosofía y Letras, en la
universidad de la ciudad. Era algo que esperábamos y en silencio no
queríamos aceptar, pero cuando vimos la ilusión en el rostro de
Mariola al comunicárnoslo, no pudimos hacer nada más que apoyarla,
aunque Ignacio rehusó a participar directamente en los preparativos.
―¿Pero
las vacaciones las pasará todas aquí, no? -me preguntaba de vez en
cuando Ignacio.
―¡Claro!
-le contestaba yo-. También podemos ir nosotros a visitarla.
―¡Ah,
no, es ella la que se marcha! -contestaba él, y yo le reñía por su
manera infantil de actuar.
―Deja
que la niña haga su vida como nosotros hemos hecho la nuestra -le
decía yo, consiguiendo al final que aceptara con un pesaroso
asentimiento.
―La voy
a echar mucho de menos -terminaba por reconocer Ignacio.
El día
treinta de abril, acompañé a Ignacio a una revisión médica. A la
vuelta, fui con él a la imprenta y subimos al despacho, al que no
había acudido desde que Mariola había ocupado mi lugar. Con su
marcha, yo tendría que retomar mis funciones y debía ponerme al
día. De repente se oyeron voces que venían de la planta de abajo.
―¿Dónde
están, dónde están? Era la voz de Mariola.
―En el
despacho -le contestó Miguel, el primer oficial-. ¿Le sucede algo,
señori…?
Su voz
quedó apagada por el resonar de los pasos de Mariola corriendo
escaleras hacia arriba. Abrió con ímpetu la puerta y allí nos
encontró alarmados. Nos miró a los dos y se acercó hacia mí.
—Ha
llegado un telegrama para ti -me dijo, extendiéndome el pequeño
papel y arrodillándose a mi lado en espera de que lo leyera-. Creo
que es del concurso, mamá.
En aquel
momento me dio lo mismo quién enviaba el telegrama y su contenido.
Habían pasado seis años desde aquel paseo en tranvía. Desde aquel
día, Ignacio había pasado a ser papá, pero yo aún seguía siendo,
tan sólo, Marina. ¿Podía ser el contenido del papel más
importante que aquel momento? No había necesitado hijos propios para
ser feliz. Me había sentido su madre desde el instante en que la
señorita Davis me dijo que se la habían llevado. Ella, desde niña,
había afianzado mi sentimiento haciéndome sabedora de sus miedos,
alegrías, curiosidades y sueños, esperando mi opinión, mi
consuelo, mi comprensión, o simplemente mi silencio. Pero sabía que
mi felicidad sólo sería completa el día que escuchara a Mariola
llamarme así.
―¿Tú
crees, hija? -le contesté transcurridos unos segundos, acicalándole
el cabello, y deslizando mis manos por sus encendidas mejillas.
―Estoy
segura. Venga, ábrelo, mamá -me dijo, dándome palmaditas en las
rodillas. Me dispuse a abrir el telegrama. Antes de leerlo miré a
Ignacio, sentado al otro lado de la mesa, con las manos alzadas,
mostrando sus dedos cruzados.
<<
Señora Alomar: Nos complace informarle de que su obra “La palabra
de las gárgolas”, ha
sido galardonada con el primer premio, en el certamen de novela, que
celebra anualmente la editorial Bagur…>>
Dos
semanas más tarde estábamos los tres en Barcelona para la entrega
oficial del premio. En su presentación, dijeron de mí que era una
de las voces más innovadoras de aquella generación. El público
presente en la sala estuvo de acuerdo, concediéndome un gran
aplauso, que Ignacio y Mariola sentados en la primera fila,
amenazaban con hacer interminable. La otorgación del premio concedía
el sueño que todos los autores desean alcanzar. La publicación de
mi novela, con una considerable edición de ejemplares, y a escala
nacional.
Fueron
varias las semanas que permanecimos en la ciudad. Ignacio aprovechó
para visitar a algunos de sus clientes, y Mariola y yo, nos dimos el
apoyo que ambas necesitábamos para encarar el nuevo rumbo que
afrontaban nuestras vidas. Ella como futura estudiante y yo como
escritora reconocida. Al final del día, nos reuníamos con Ignacio
en el hotel y le hacíamos partícipe de todas nuestras novedades. La
última noche de nuestra estancia en Barcelona, Andrés, el joven
Planas, nos invitó a cenar en su casa. A nuestra llegada, recibí su
calurosa felicitación por el éxito de mi novela, y me sugirió que
en el futuro le hiciera llegar mis nuevos escritos.
―Quién
sabe, puede ser que el futuro nos depare un camino lleno de éxitos
-dijo levantando su copa en un brindis al que se unieron el resto. Yo
levanté ligeramente mi copa, temerosa del lugar en el que me había
metido.
Aquel
verano lo pasamos todos juntos en casa de los padres de Ignacio. Él
bajaba y subía de Palma diariamente, en el SEAT seiscientos que
habíamos comprado. El día que nos llamaron del concesionario para
comunicarnos que el coche ya había llegado, lo proclamamos día de
fiesta familiar. Hasta allí nos fuimos los tres, Mariola y yo,
engalanadas con nuestras mejores ropas.
―¡Venga,
papá! -animó Mariola, desde el centro del asiento trasero, cuando
vio a su padre dudar ante la circulación de las avenidas-. ¡Vamos a
recorrer el mundo!
Riendo
los tres, Ignacio afrontó el reto y encauzamos el camino hacia
Establiments, donde disfrutamos de una opípara cena en Es Molí d’es
Comte.
A final
de verano, Ignacio trajo un paquete que había llegado a mi nombre.
Lo abrí ante su atenta mirada. En el interior me esperaban cinco
ejemplares de la primera edición de mi novela. Yo cogí uno entre
mis manos, y pasé sus páginas impregnándome de su olor. Ignacio
tomó otro, y al abrirlo, leyó en voz alta las primeras palabras que
encontró: <<A mi hija Mariola>>.
A finales
del mes de febrero del año siguiente, recibí una inesperada llamada
telefónica.
―Hola,
Marina. ― Era la voz de Andrés Planas al otro lado del teléfono.
―Hola,
Andrés -le dije yo-. ¿Cómo os van las cosas?
―Bien,
con mucho trabajo, como siempre.
―Si
quieres hablar con Ignacio, está ahora en la imprenta.
―No, es
contigo con quien quiero hablar. Por eso te llamo a casa.
―Dime
-dije intrigada.
—He
estado leyendo el libro de relatos que me enviaste. Sé que hace
meses que lo hiciste, pero hasta hace unas semanas no me he podido
poner con él.
Andrés
estaba convencido de que yo sabía de qué me estaba hablando. Me
costó reaccionar unos segundos y disimular mi ignorancia sobre el
tema.
―No te
preocupes. Sé lo ocupado que estás -le dije en un tono que me
resultó convincente incluso a mí.
―He
estado pensando en uno de los relatos que incluyes en el texto. En el
que da título al libro.
Hasta
aquel momento había permanecido de pie, junto a la mesa del
escritorio. Di la vuelta a la mesa y me senté en el sillón
—Veo en
él material suficiente para tu segunda novela, si no es que estás
ya con ella. ¿Te atreves?
―Me lo
tendría que pensar, Andrés. Ahora me coges desprevenida -le
contesté, consciente de la aceleración que se había producido en
mi pecho.
―De
acuerdo. Te espero en dos semanas. ¿Venís a ver a la niña, no?
―Sí,
no la vemos desde navidad, y su padre ya no aguanta más.
―Os
quedáis esos días en casa. No se hable más. Así tendremos tiempo
para hablar de nuestro próximo éxito.
―No
adelantes las cosas. Todavía no he dicho que sí.
―Lo
dirás. Dale saludos a Ignacio de mi parte. Os espero en dos semanas.
―Se los
daré, Andrés. Un abrazo.
Aquél
día no tenía que acudir a la imprenta, pero no pude esperar a que
Ignacio volviera a última hora del día. Estaba enfadada con él. No
había duda de que había sido él quien había mandado el libro a
Andrés.
Subí las
escaleras que llevaban al despacho. Antes de abrir la puerta respiré
profundamente. Cuando entré, Ignacio sentado ante la mesa del
despacho, me miró extrañado por encima de las gafas.
―No te
esperaba -dijo levantándose y dirigiéndose hacia a mí. Me dio un
beso en la mejilla, que acepté con cierto punto de altivez.
―Uy,
creo que está usted enfadada, señora Cordelli -dijo él,
separándose de mí y volviendo a su sillón-. ¿Sería tan amable de
sentarse y contarme qué le pasa?
―¿Tiene
usted algo que decirme? -le pregunté yo, continuando con el trato
que nos dábamos cuando estábamos enfadados o cerca de estarlo.
―¿Yo?
No, pero estoy seguro de que por su tono de voz, he dicho o he hecho
algo que no le ha gustado.
―Me ha
llamado Andrés, Andrés Planas. ¿Le suena de algo el nombre, señor
Cordelli? -le pregunté, viendo cómo se le levantaba una ceja,
apretaba los labios y miraba para otro lado-. ¿Le suena? -repetí.
―Sí,
de algo me suena -me contestó, mientras jugaba con su pluma y seguía
sin mirarme.
―Ignacio,
me tendrías que haber avisado. Me ha llamado y se ha puesto a hablar
como si yo supiera todo sobre el tema. He conseguido disimularlo.
¿Por qué no me habías dicho nada?
―Si te
lo hubiera dicho me habrías intentado convencer de que no se lo
enviara.
―Sí,
seguramente.
―Y
sabes que cuando se me mete una idea en la cabeza, nadie me puede
convencer de lo contrario. ―Al terminar la frase se quedó callado
pensativo―. Excepto Mariola, que en eso es una experta -añadió.
―En eso
tienes razón.
―Entonces,
¿para qué perder el tiempo? -me preguntó-. Y qué, ¿lo ha leído?
―Sí. Y
le ha gustado. ―Ignacio se levantó
del asiento dando un brinco.
―Cuéntame,
cuéntame.
Le conté
mi conversación con Andrés. Ignacio dio la vuelta a la mesa y me
cogió de las manos alzándome.
―En
lugar de venir tan enfadada, señora Cordelli, lo que tendría que
haber hecho es venir a darme las gracias. ¡Qué haría usted sin mí!
-dijo antes de ocupar mis labios con un largo e intenso beso.
―Tienes
toda la razón -pensé yo, estando todavía entre sus brazos.
En los
años siguientes, nuestros desplazamientos a Barcelona se
convirtieron en habituales. A veces iba yo sola, pero la mayoría de
las veces Ignacio me acompañaba. Mientras Mariola realizaba sus
estudios, mi relación con la editorial de Andrés se afianzó y,
surgieron dos novelas y varios libros de relatos cortos, que fueron
acogidos por el público con bastante éxito. Poco a poco dejé de
ser una novedad y me fui haciendo un nombre.
Una
tarde, estando con Mariola y Lucía en una cafetería del Paseo de
Gracia, un joven de unos veinticinco años no nos quitaba los ojos de
encima. Las dos jóvenes empezaron a murmurar entre ellas.
―Te
mira a ti, Lucía
―No, te
mira a ti, Mariola.
―No le
mires, no le mires, que viene hacia aquí -advirtió Mariola a Lucía.
―Buenas
tardes -dijo el muchacho al acercarse a nuestra mesa.
―Buenas
tardes -contesté yo. Las chicas se habían quedado mudas.
―Discúlpeme
por mi atrevimiento, pero, ¿es usted Marina Alomar, la escritora?
Yo miré
primero al joven, luego a las chicas que a su vez se miraban entre
ellas, y de nuevo al joven.
―Sí,
soy yo.
―La he
reconocido y he querido decirle que tengo todos sus libros. Me gusta
mucho cómo escribe.
Le di
las gracias y estuve tentada a invitarle a sentarse con nosotras,
pero viendo las caras que ponían Mariola y Lucía, me despedí del
joven, no sin antes pedirle su dirección y prometiéndole que le
mandaría mi nuevo libro dedicado. Cuando se marchó, las chicas
rieron fuertemente y les llamé la atención.
Durante
el penúltimo año de carrera, Mariola conoció a un joven. Me llamó
por teléfono para contármelo y para que fuera preparando a su
padre. Aquella misma noche, Ignacio ya estaba en la cama leyendo. Yo,
sentada ante el tocador me cepillaba el pelo.
―Hoy ha
llamado la niña –le dije
―¿Y
qué cuenta? -preguntó Ignacio.
―Nada.
Que en un mes empieza los exámenes y que anda por ello un poco
agobiada.
―Normal
-dijo Ignacio. Yo le miraba en el reflejo del espejo.
―Ah, y
también ha dicho que se ha enamorado.
Ignacio
contestó con el silencio y dejando olvidada la lectura. Me levanté
y me metí en la cama. Él permanecía quieto. Le deseé las buenas
noches y apagué la luz, pero al cabo de unos instantes se volvió a
encender. Ignacio se levantó de la cama, se puso las zapatillas y
la bata.
―Mañana
mismo nos vamos a Barcelona -dijo antes de abandonar la habitación.
―Mariola,
Mariola -dije yo mientras adoptaba mi posición para dormir-.¡Lo que
nos espera!
Al día
siguiente, poco antes de las dos del mediodía, Ignacio y yo
estábamos sentados en una de las mesas del restaurante
Madrid-Barcelona, situado en la calle Muntaner de la ciudad Condal.
—Marina,
me temo que esta historia va en serio -me dijo Ignacio cuando vio
entrar a la pareja unida por sus manos.
La
pareja, tras divisarnos entre las mesas, se nos acercó. Mariola
sonreía, mirándome fijamente en busca de una respuesta a lo que se
iba a enfrentar. Yo sólo le pude sonreír y asentir.
—Papá,
mamá, os presento a Joan.
Desde
aquel momento, Ignacio monopolizó la conversación durante toda la
velada. Joan contestaba educadamente a todas las preguntas que le
eran realizadas, sabedor de que estaba siendo examinado
exhaustivamente. Algunas preguntas provocaron la crispación en
Mariola, y también en mí, pero Joan, con una sonrisa o un ligero
roce en su mano consiguió que la joven se mantuviera callada.
Transcurridas
dos horas, Ignacio podría haber presentado una tesis sobre aquel
joven moreno, de veintitrés años de edad, nacido en Gerona y
perteneciente a una familia dedicada a la producción de aceite.
Estudiante de Filosofía y Letras, al que habían publicado artículos
y relatos en revistas del ámbito universitario y que, tras su paso
por la universidad, deseaba dedicarse en pleno a la docencia.
—¿Y ya
has pensado dónde? -preguntó Ignacio, tras conocer la futura
dedicación de Joan.
—No
tendría ningún inconveniente para que fuera en Palma -contestó
Joan, logrando el beneplácito de Ignacio
—Y
ahora ¿podemos pedir los postres? -preguntó Mariola.
Una
sombra impide que los rayos de sol mantengan mi ensueño. Al abrir
los ojos veo a Ignacio. Ha hecho mella en él el paso de los años,
pero ahí está regalándome su sonrisa, con los periódicos recién
comprados bajo el brazo.
—¿En
qué estaba pensando, señora Cordelli?
—En
usted, señor Cordelli -le contesto yo, levantándome del banco de
piedra y cogiéndole del brazo que me ofrece-. ¿En qué otra cosa
podría pensar?
Continuamos
el camino en silencio, adentrándonos en las sombras que producen los
arcos de la avenida Jaime III y que nos conducen, de nuevo, a la
calle Concepción.
Hace un
par de años, Lucía Blanes volvió a Palma. Al terminar la carrera
se había quedado a vivir en Barcelona y siguió ligada a la
universidad realizando distintos trabajos en ella. Mantuvo una
relación con uno de sus compañeros durante varios años, pero un
día, de la noche a la mañana, decidió dejarlo todo y volver a
Palma.
Una
tarde, Mariola y Lucía vinieron a visitarme. La casa del abuelo de
Lucía, en la calle Concepción, llevaba mucho tiempo vacía. Habían
estado hablando de abrir un negocio entre las dos, y aquel edificio
les parecía perfecto para su idea.
La
fachada del número diez, prácticamente no ha cambiado, pero el arco
de piedra que hay sobre el portón ha sido cubierto por un rótulo de
color ocre, en el que se puede leer en unas bonitas letras negras:
Librería
Blanes y Cordelli..
En un
atril color cobre situado en el zaguán, un gran cartel anuncia la
presentación del último libro de la escritora Marina Alomar, hoy
domingo, día catorce de septiembre de 1986, a las doce del mediodía.
Nos
adentramos en el edificio, convertido en una bonita y acogedora
librería. Las paredes del gran vestíbulo, han sido cubiertas con
estanterías de madera oscura, repletas de libros. Cada una de las
estanterías, en su parte superior, tiene un pequeño letrero de
nácar que anuncia su contenido. En la
parte derecha, donde está situada la ventana que da a la calle, hay
un enorme mostrador de madera, igual que las estanterías. Detrás de
él, una mujer, rellena concienzudamente unas etiquetas.
—Buenos
días, Lucía -dice Ignacio al entrar.
—Buenos
días, señor Cordelli -dice la mujer-. Veo que viene usted
acompañado por la estrella del día. ¿Nerviosa, Marina?
—No,
nerviosa no, quizás un poco abrumada.
—La
familia está por el patio. Les están esperando -dice Lucía.
Adentrándonos
en la estancia llegamos a la arcada que da paso al patio. En el
centro de él, sigue la pequeña fuente clausurada. Sobre ella, una
niña de unos seis años, morena, con el pelo recogido en dos
pequeñas coletas, vestida con una camisa blanca y una corta falda de
cuadros escoceses, mira con un mohín unos zapatos negros de charol
que sujeta entre sus manos.
—¿Qué
se han atrevido a hacerte esos zapatos, Martina? -pregunta Ignacio.
—¡Yayo,
yaya! -grita la pequeña, dando un salto y corriendo descalza hacia
nosotros, entre una de las filas de sillas que hoy decoran el patio-.
Mamá me ha disfrazado -continúa diciendo provocando las carcajadas
de Ignacio.
—¿Que
mamá qué? -dice Mariola, saliendo de la antigua cocina con un ramo
de preciosas calas en sus manos. No puedo dejar de contemplarla. Se
ha convertido en una hermosa mujer. La serenidad que respira su
rostro delata el paso del tiempo, pero su melena sigue cubierta de
rizos incorregibles que mantienen su aspecto juvenil.
—Papá,
en la antigua cocina Joan está descorchando el vino para airearlo.
Podrías ayudarle.
—¡A
sus órdenes! -dice Ignacio, realizando un saludo militar-. Martina,
ven conmigo a salvar a tu padre de tan pesada función -dice Ignacio
a la niña, guiñándole un ojo.
—Sí,
Martina. Ve con el yayo. Y ponte los zapatos sin rechistar -dice
Mariola.
—Vaaale,
mamá -dice la niña dirigiéndose hacia la cocina, cogida de una
mano de Ignacio y llevando en la otra los zapatos-. Yayo, mamá va a
dejarme tener un perro.
—¿Sí?
¿Y ella ya lo sabe? -pregunta Ignacio a Martina.
—No
-alcanzo a oír contestar a la pequeña.
—¿De
verdad crees que era necesario todo este montaje, Mariola?
—Sí,
mamá. Es lo primero que publicas desde que abrimos la librería, y a
Lucía y a mí nos hace mucha ilusión desde que nos lo propuso
Andrés -me contesta Mariola, mientras coloca el ramo de flores en un
enorme jarrón.
Como si
nos hubiera escuchado, Andrés hace entrada al patio desde la
librería.
—Buenos
días, señoras. ¿Todo preparado? El público está llegando ya.
—Pues
hagámosle pasar -dice Mariola.
El
público empieza a llegar al patio y va tomando asiento. Andrés y yo
nos sentamos frente al público, en un pequeño escenario montado
para la ocasión.
Mi editor
empieza a hablar de la obra que hoy se presenta. Un nuevo libro de
relatos, escritos todos ellos hace muchos años, y que fueron
editados de manera privada en una tirada de sólo dos ejemplares. Los
textos han sido de nuevo trabajados pero el título permanece: <<¿Te
he dicho hoy que te quiero? >>
Oigo las
palabras de Andrés aplacándose en el espacio, y desde el sitio que
ocupo observo cómo el patio se me va presentando repleto de
imágenes pasadas y presentes. La anciana señorita Davis, sentada en
su silla de rafia ante la puerta de la que fue su habitación, parece
estar sonriéndome. La sombra de Gloria, acodada en la barandilla de
la primera planta, con su eterno gesto aburrido y hastiado,
desaparece tras el humo de un cigarrillo. Apoyado en una de las
columnas, Joan alza con su mano, una recién descorchada botella de
vino, ofreciéndome un brindis silencioso. Percibo a mi abuela Pilar
en uno de los asientos de la última fila, como siempre alentando mis
propósitos. Y ahí, en primera fila, como si no hubiera pasado el
tiempo, Ignacio con Mariola cogiéndole por el brazo.
La
presencia de Martina, sentada en las rodillas de su abuelo, revela
que todos forman parte de una historia que no llegó a quedar
plasmada en tinta en el papel y, simboliza todos los anhelos con los
que llegué a la ciudad, dando lugar a una realidad, tan maravillosa,
que me anima a continuar y a mantener mis ilusiones, convertida en la
mujer que hoy soy: la escritora, la madre, la abuela. Y lo más
importante, su compañera.
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